Es lunes, frío lunes de Julio. Arranco la mañana como un
lunes, mal. Llego al bar de rutina a tomar un café caliente que me reconforte
el espíritu y me prepare para enfrentar una dura semana. Me siento en la mesa
de costumbre, desde donde puedo observar el movimiento del lugar. De una mesa
vecina se levanta un hombre, delgado, con la espalda vencida por el tiempo y
los problemas. Debe tener más de 60, supongo. Sale apurado, como para irse. Atraviesa
la puerta y lo pierdo. No pasa nada de tiempo y está regresando con un paquete
de cigarrillos nuevo entre sus dedos. Le está sacando el pedacito de papel de
aluminio que pondrá al descubierto un rincón del paquete desde donde tendrá
acceso a los primeros 5 o 6 puchos. Viene apurado por el frío, los dedos
endurecidos por la temperatura le dificultan su tarea. Saca uno, lo prende y
comienza a fumarlo con desesperación. Comienza a caminar de un extremo a otro
de la ochava, camina rápido, sin mirar alrededor. Sólo parece mirar adentro
suyo, donde su cerebro le pide desesperadamente la nicotina que extraña. Mantengo
la vista unos segundos en su frenético ir y venir. Vuelvo la vista a mi mesa,
donde tengo el diario de hoy. La puerta se abre y nuestro amigo la atraviesa,
calentándose las manos y agradeciendo el calor de la calefacción que hay en el
interior.Mientras cruza la puerta exhala el humo de la última pitada de su
fugaz cigarrillo, fumado a las apuradas, con necesidad. No tardó más de 2 o 3 minutos
en consumirlo. Camina lentamente a sentarse a la mesa donde lo esperaba su
amigo. No sé si es idea mía, pero lo veo más vencido, más triste y más agobiado
que al salir. Ya dejo de mirarlo, solo pienso en ese hombre y en los problemas
que lo llevan a consumir su cigarrillo de esa forma. También pienso en la
primera respuesta de cada fumador que llega a la consulta: “a mí me encanta
fumar”. Por más que me esfuerzo no puedo ver lo encantador en la situación que
acabo de ver….
DB. Julio 2018
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